Verano, Barcelona 1821. Dos siglos atrás la ciudad también se confinó. Cerró sus murallas y accesos a la metrópolis. Las autoridades políticas y administrativas huyeron de ella. Instalaron la capital de Catalunya en Esparraguera a la vez que impedían salir a la gente de Barcelona. Querían evitar que la epidemia desatada en sus calles alcanzase otros territorios.
Todo empezó a finales de junio. El 29 de ese mes, el bergantín El Gran Turco atracó en el puerto. Procedía del otro lado del Atlántico, de La Habana, habiendo hecho escala en Málaga antes de proseguir hasta la ciudad condal. Las autoridades portuarias no podían sospechar lo que su llegada desencadenaría. Una vez en puerto, un grupo de trabajadores de las atarazanas subieron al navío para calafatear su casco, introduciendo entre las tablas de madera una combinación de estopa de cáñamo embebida en brea para evitar la entrada de agua entre las ranuras. Aquellas personas iban a ser los que extenderían la enfermedad que había viajado a bordo del barco por las calles. Tan solo unas semanas más tarde apareció mucha gente con síntomas en el barrio marino de la Barceloneta.
Los médicos convocados por las autoridades municipales debatieron en un principio ante qué enfermedad se encontraban. Algunos se decantaban por un brote de tuberculosis, muy frecuente entonces en la ciudad. Otros que se trataba de “el vómito negro”, nombre con el que se conocía a la fiebre amarilla. Al final se impuso la segunda opción. Barcelona estaba ante un brote de fiebre amarilla. Uno que en los próximos meses mataría a miles de personas. Algunos han llegado a estimar que el 6% de la población pereció en aquel episodio.
El vómito negro, una enfermedad desconocida
La fiebre amarilla era un enfermedad misteriosa. Se conocían sus síntomas. Llevaba años asolando regiones tropicales de América y África. Incluso Europa había padecido sus efectos a lo largo del siglo XVIII. En 1730 llegó a diversas ciudades de Portugal, España, Francia, Italia e incluso a lugares tan inverosímiles y alejados de los trópicos como el norte de Alemania, Dinamarca, Suecia y Rusia. En el siglo XIX los brotes se siguieron dando en el continente: Brest en 1802, Cádiz en 1800, 1804, 1014 y 1819; Gibraltar en 1810 y 1813; Málaga en 1803, 1804, 1813 y 1821; Sevilla en 1800 y 1804; Murcia y Cartagena en 1804 y 1810; Tortosa, Palma de Mallorca, Málaga y Barcelona la sufrieron ese 1821. Las ciudades costeras de la península ibérica fueron las más afectadas. Las que recibían barcos con marineros y mercancías que llegaban desde América donde los brotes eran frecuentes. Pese al conocimiento y experiencia de la enfermedad poco se sabía de ella.
Todavía faltaban décadas para que se descubriese que se trataba de una enfermedad viral. Pese a que la palabra “virus” proviene del griego y significa “toxina”, los antiguos griegos nunca supieron de su existencia. El primer virus no se describió hasta 1899. Fue el virus del mosaico del tabaco identificado por el microbiólogo Martinus Beijerinck. Tampoco se sabía que el agente infeccioso, independientemente de su naturaleza, era transmitido por los mosquitos Aedes aegypti. La implicación de los mosquitos no se planteó hasta 1881, año en que el doctor cubano Carlos J. Finlay propuso al mosquito de la fiebre amarilla como agente transmisor. Años más tarde médicos del ejército estadounidense, preocupados por la bajas que la enfermedad causó en sus tropas durante la guerra en España y Estados Unidos, demostraron su hipótesis. Pero nada de eso se sabía cuando la enfermedad entró en Barcelona aquel verano de 1821.
Entre la comunidad médica hubo otro conflicto. La escuela clásica consideraban que se trataba de una enfermedad contagiosa. Aunque no se sabía de la existencia de los virus como organismos, se creía que el contagio tenía lugar cuando había un intercambio de agentes físicos o químicos entre una persona enferma y una sana. Para otros la transmisión de la fiebre amarilla no encajaba en ese esquema. En un mismo brote, aparecían enfermos en una zona a una distancia considerable los unos de los otros, y sin que hubiese habido contacto entre ellos. No se consideraba que el mosquito o cualquier otro animal pudiese transmitirlo, así que la escuela de médicos anticontagionistas abogaba por un origen local de la enfermedad. Negaban que la enfermedad hubiese llegado a bordo de El Gran Turco o cualquier otro barco, sino que había que buscar en el Rec Comtal, la acequia que atravesaba la zona oriental de Barcelona, la causa del mal. El mal estado de sus agua que recibían los residuos del matadero municipal y de varias fábricas antes de descargar en el puerto eran el foco de infección. La disparidad de criterios científicos que siempre tiene lugar cuando se enfrente a algo desconocido. Lo hemos vivido en la pandemia de la COVID19, sobre si se transmite por gotículas o aerosoles, y las medidas sanitarias y políticas a tomar. Al final, el tiempo dio la razón a los que consideraban en 1821 que estaban ante una enfermedad contagiosa, pero esa disputa técnica acabó agravando el desencanto de la población por las autoridades sanitarias y sus medidas.
Otras epidemias, mismos seres humanos
En agosto, en cuanto la enfermedad desbordó el barrio de la Barceloneta, se mandó confinar el distrito para evitar que se propagase al resto de la población. El aislamiento no funcionó y en octubre tuvo que procederse a crear un cordón sanitario alrededor de toda la ciudad. Las restricciones dieron lugar a reacciones entre la gente y los medios de la época, circulando entre los habitantes bulos que no distan mucho de los que hemos escuchado a lo largo de la pandemia de COVID19. En el siglo XXI se ha llegado a decir que las vacunas contienen microchips y otras cosas varias, para manipularnos o enfermarnos, hace dos siglos, se decía que los médicos mataban a los enfermos con veneno. La creencia fue tal que hubo quien se negó a tomar los medicamentos por temor a que atentasen contra su salud. O se negaron a trasladar a los enfermos a los lugares habilitados para su cuidado. En doscientos años, ni los miedos ni las mentiras han cambiado. Seguimos siendo los mismos.Llegaran nuevas epidemias y seguiremos siendo los mismos.
No ayudó a calmar ni resolver el clima de desconfianza la corrupción que se vivió durante esos meses. La permeabilidad del cordón sanitario era variable. Podías cruzarlo o no en función de las monedas que tuvieses. La gente rica fue la primera en huir de la ciudad. Como también lo hicieron políticos y gobernantes. Durante tres meses, la capital política y administrativa de Catalunya se desplazó a Esparraguera, un municipio situado a los pies de la sierra de Montserrat, lejos de la costa y del brote epidemiológico. La huida de la administración y la crisis económica que trajo el bloqueo sanitario de la ciudad acentuó el descontento de la ciudadanía atrapada dentro de las murallas. Al final, se dejó salir a la gente y asentarse en tiendas y barracas en las laderas de Collserola y Montjuic. Bajo ellos la ciudad enmurallada y la epidemia consumiéndose. La pesadilla tocó a su fin a finales de noviembre. Época en la que dejaron de haber mosquitos. El frío se llevó a los mosquitos y la enfermedad. El brote se desvaneció y la ciudad organizó una procesión en honor a la Virgen de la Mercè en diciembre por su supuesta labor contra la fiebre amarilla. Pasada la tempestad la vida volvió a la normalidad. Sin embargo, en 1870 la fiebre amarilla regresaría a la ciudad.
El proyecto #MosquitoAlertBCN en el que participa el CREAF, la UPF, Irideon y la Agencia de Salud Pública de Barcelona (ASPB), y que cuentan con el apoyo del Ayuntamiento de Barcelona y Fundación «la Caixa» trabaja en hacer de Barcelona una ciudad inteligente en la lucha contra el mosquito tigre y las enfermedades que transmite, que le permita anticiparse a los problemas.
Referencias
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Gaspar García MD. 1992. La epidemia de fiebre amarilla que asoló Barcelona en 1821, a través del contenido del manuscrito 156 de la Biblioteca Universitaria de Barcelona. Gimbernat 18: 65-72
Ortiz García JA. 2017. Autoridad e imagen de la epidemia. La fiebre amarilla en la Barcelona del siglo XIX. Potestas 11: 93-110
Romero Marín JJ. 1992. Medicina y actitud popular. La epidemia de 1821 en Barcelona. Gimbernat 18: 97-100